"La hora del sinceramiento" Editorial de Héctor Huergo en Clarín Rural del 21 junio 2014

¿Y si en lugar de tanta gambeta, tanta bicicleta, tantas palabras, pensamos en cómo pagar?

Porque, está visto, la táctica del avestruz tiene, paradójicamente, patas cortas. Ya nos vieron. Y Griesa nos dice que tampoco funciona más la del tero, que protege sus huevos (me refiero al tero hembra) con graznidos lejos del nido. Llegó la hora de sincerarse.

Empiezo por mí. Sinceramente, me llamó la atención que un periodista de la talla de Horacio Verbitzky me dedicara generosos párrafos en su editorial del domingo pasado en Página 12. Allí recogió lo sucedido en el imponente encuentro organizado por Clarín en el Malba, el primero de un ciclo destinado a repensar la Argentina, donde el agro ocupó el centro del tablero. Allí concurrieron las principales figuras de la economía, la política y la intelectualidad.

Verbitzky sostuvo que quien escribe estas líneas es el ideólogo de un modelo de desarrollo que promete prosperidad a partir de la agroindustria. Le agradezco. No creo ser el ideólogo principal de este modelo conceptual, pero sí estoy seguro de tener razón. Y, para seguir sincerándome, pienso que él mismo se está dando cuenta que muchos de sus planteos han sido fruto de prejuicios. Por ejemplo, cuando descubrió que entre las principales exportadoras agroindustriales se cuentan cooperativas y empresas de capital nacional, para colmo familiares.

Pero yendo a las efectividades conducentes, el saldo concreto del evento fue el afloramiento de la unidad en torno a una idea: el campo y la agroindustria constituyen la palanca del desarrollismo del siglo XXI.

Bueno, la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos nos puso 17 amonestaciones y nos aplazó en todas las materias. Quizá ellos sepan, mejor que nosotros mismos, de las enormes posibilidades que tiene nuestro país.

Así como calificamos de “buitres” a los acreedores, calificaríamos de “yuyo” a lo que permitió pagar de un saque los 10 mil millones de dólares que se debían al FMI. Fue en el 2006, apenas cuatro años después del default. En aquel momento, la cosecha había crecido de 60 a 80 millones de toneladas, y los precios no eran nada del otro mundo.

Ahí, nos engolosinamos. Los precios agrícolas se dispararon, pero la voracidad llevó a captar la mayor parte del excedente con el facilismo de las retenciones. El miedo al mercado llevó a restringir las exportaciones. El campo se estancó y fue perdiendo ritmo la acumulación de reservas.

El gobierno intentó la recuperación elevando a rango de Ministerio la Secretaría de Agricultura. Colocó allí a un político, Julián Domínguez, quien elaboró el PEA (Plan Estratégico Agroalimentario). Sus metas fueron tan ambiciosas como viables.

Pero primó la tozudez. Se mantuvieron las retenciones, se trabaron cada vez más las exportaciones, se castigó el valor agregado de la novel industria del biodiesel. Resultado: según el PEA, este año habría que haber cosechado 120 millones de toneladas. Apenas se rozan las 100. Esta diferencia de 20 millones equivale a unos 7.000 millones de dólares.

Para el 2020, las meta del PEA plantea 156 millones, también absolutamente viables. Son 15.000 millones más, por año en exportaciones. Que además están aseguradas: no es casual que el propio estado Chino haya tomado posición adquiriendo participación decisiva en empresas de proceso y con puertos sobre el Paraná.

Confiar en “la prosperidad de la agroindustria” no es un simple acto de fe ni una promesa abstracta. Basta recorrer el país desde el Google Earth para corroborar que en algo tiene razón el ministro Kicillof: el país “se reindustrializó”. Es cierto. A pesar de la insólita exacción, ha nacido una nueva estructura agroindustrial exportadora.

Los buitres pueden estar tranquilos. Hay soja, hay maíz, hay fábricas. Y hay voluntad.

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