"Una nueva revolución verde" Editorial del Ing. Agr. Héctor Huergo del 9 enero 2016

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Sopla viento fresco y hay que navegarlo. Después del interminable temporal, donde fue necesario achicar paño, se pueden izar de nuevo las velas a tope. Con cuidado, porque el huracán de proa resintió toda la estructura. Hay que estar preparados para escuchar los crujidos, reparar los daños y atender alguna emergencia, pero lo urgente es retomar el rumbo.


El peor efecto de la década perdida es haber interrumpido el ritmo de creación de ventajas competitivas, la epopeya que eclosionó hace un cuarto de siglo y colocó a la Argentina en la vanguardia mundial de la nueva tecnología agroindustrial.


La Segunda Revolución de las Pampas -como la bautizamos en estas páginas- fue mucho más que la duplicación de la cosecha. Significó un profundo cambio cuantitativo en el valor de la producción, porque cambiamos la canasta de productos. Conviene recordar que la soja, enorme protagonista de la saga, duplica el precio de los cereales tradicionales.

Entre 1995 y 2006, la producción de soja creció cinco veces: pasó de 10 a 50 millones de toneladas. Además, su precio se duplicó. De aquellos 2.000 millones de dólares de mediados de los 90, pasamos a 20.000. Después vino el “vamos por todo”, la sed de venganza, y las muletillas nefastas de “la mesa de los argentinos” y otras sandeces.

La innovación impregnaba toda la escena. La siembra directa, la biotecnología, la nutrición de los cultivos, la irrupción de nuevos híbridos de maíz y girasol, variedades de trigo con genética europea. Inversiones corriente arriba, en el desarrollo de insumos y equipos para una agricultura nueva, “liviana”, hiper eficiente y de bajo impacto ambiental.

Corriente abajo, una cascada interminable de valor agregado, con el surgimiento de la poderosa industria de crushing (molienda y separación de los componentes de la soja) que hoy tiene capacidad para procesar toda la cosecha argentina y paraguaya.

Hace 20 años, una planta “grande” procesaba 2.000 toneladas por día. Hoy, no se puede competir con menos de 8.000.
En casi todas esas plantas, hoy el aceite se convierte en biodiesel. El biodiesel se obtiene haciendo reaccionar el aceite con metóxido, cuyo precursor es el metanol. El metanol es gas con valor agregado. El principal productor argentino es YPF. Una empresa alemana (Evonik) instaló una planta de metóxido en Puerto San Martin, el centro del cluster.Abastece desde allí no solo a las plantas grandes, sino a muchas pequeñas y medianas instaladas en el corazón agrícola, en La Pampa, Córdoba, Santa Fé, Buenos Aires y Entre Ríos. En varias ciudades pequeñas constituyen la principal industria.


La política errática dañó tremendamente este desarrollo. Ahora se puede retomar: el jueves pasado, se corrigió un error y el biodiesel fue favorecido con una reducción sustancial de los derechos de exportación. Ahora se espera un aumento del corte para el mercado interno, lo que permitiría un enorme ahorro de divisas, sustituyendo importaciones de gasoil, hoy necesarias tanto para el transporte como para la generación eléctrica.


Argentina lidera el mercado mundial de biodiesel: hay capacidad instalada para producir 3,5 millones de metros cúbicos. Y, encima, quedan otras 5 millones de toneladas de aceite disponibles, que hoy se embarcan como aceite crudo.


El subproducto es la glicerina, donde obviamente también nos hemos convertido en líderes mundiales. Hay desarrollos biotecnológicos avanzados, en el país, que permitirán producir polímeros de fuente renovable. Es la nueva demanda.


“Necesitamos una nueva revolución verde”, reclamaron esta semana dos importantísimos investigadores estadounidenses (Phillip Sharp y Alan Leshner) en un artículo del New York Times. Preocupados por el bajo ritmo de crecimiento de la agricultura de los EEUU. Nosotros estábamos en eso. Nos frenamos. Volveremos.