"El valor agregado de la soja" Editorial del Ing. Agr. Héctor Huergo en Clarín Rural del 2 enero 2016

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Sigamos con la saga del “Valor Agregado”. En la corta semana de Navidad, un grupo de empresas del complejo agroindustrial sojero liquidó 750 millones de dólares. La semana anterior, casi 500. Y esta última, se completaron los 2.000 millones comprometidos con el ministro Alfonso Prat Gay. El trauma de la salida del cepo se diluyó en pocas horas.

 

Sí, “es la soja, estúpido”, hubiera explicado Bill Clinton. Yo agrego: ¿entienden ahora dónde arranca el “valor agregado” del vilipendiado yuyo? Las soluciones macroeconómicas son viables cuando hay un trasfondo de competitividad. Y la competitividad no es simplemente el tipo de cambio. De hecho, el complejo soja pudo sobrevivir a un dólar efectivo que por mucho tiempo se mantuvo en la mitad del real.

 

Valor agregado es competitividad sistémica. El cluster sojero logró construirla. No es simplemente naturaleza, ni el maná que cayó sobre las pampas, ni mucho menos un yuyo.

Cuando los pioneros trajeron las primeras semillas, era un drama combatir las malezas. Hace 30 años se las corría con medios mecánicos, soluciones caras y erosivas. Aprendimos nuevas estrategias, como los herbicidas preemergentes. El conocimiento difundió hacia los demás cultivos, como el maíz, que ya penaba con las gramíneas.

 

Cuando el cultivo se lograba y todo parecía viento en popa, llegaba la madurez y “vaneaba”: se llenaba de chauchas pero en su interior el grano no desarrollaba. Se pensó al principio que era una cuestión varietal. Se descubrió que el fenómeno era provocado por la chinche verde. Problema terminado.

 

Con la cosecha, llegaba otro problema. Como daba chauchas cerca del piso, con los cabezales trigueros no se podían levantar. Aparecieron los “sojeros” de 11 pies de ancho, para cortar cinco surcos a 70 cm. Despues vinieron los rabastos, que emparejaban los suelos en una labor altamente erosiva, con los planchazos cuando llegaba alguna lluvia importante. Pero lotes parejos permitían cosechar con plataformas más anchas.

 

Llegó la epopeya del “trigo-soja”. Quema de rastrojo de trigo, reja, disco, rastra, rabasto, treflán, siembra, escardillo, basagrán, insecticidas. Una parafernalia. Pero se instaló, con rindes en alza y chacareros más prósperos. Se estaba construyendo competitividad.

 

Y también en la agroindustria. Las principales aceiteras locales vieron venir el cambio y se adaptaron. Pasaron de la molienda convencional, a la extracción por solventes (crushing). Era fundamental para la soja, cuyo contenido de aceite era un tercio del de girasol y el lino.

 

El enorme salto surgió a partir de los 90, de la mano de la siembra directa y la biotecnología. La espiral ascendente atrajo el interés de los grandes actores globales del negocio, que ya estaban instalados. La “tecnología blanda” de la desregulación y un Estado facilitador hizo el resto. Se levantó en pocos años la mayor estructura de crushing del mundo, con plantas de última generación y escala creciente. Recuerdo que el fallido intento de Soyex de fines de los 70 en Campana, proyectado para 800 toneladas de soja por día, parecía un elefante blanco. Hoy hay varias que reciben más de 15.000.

 

De los sitios en los puertos de Rosario los buques salían con media carga. Se dragó y balizó la hidrovía, con aporte privado, porque el Estado falló de entrada. Igual se hizo, llevando el calado de 23 a 34 pies a lo largo de más de 300 km. Por allí pasan a diario decenas de cargueros que no llevan soja, sino sus derivados industriales. Todos, estratégicos: harina de alto contenido, aceite, biodiesel, glicerina. En los cuatro rubros, la Argentina es el principal exportador mundial.

 

Esto se hizo sin un plan. Más bien, el plan fue atacarlo y destruirlo. No lo lograron. Hoy, puede adelantar el puñado de dólares que ayuda a salir de una crisis auto infringida. Es el valor agregado de la soja.